Sobre una saga de fotógrafos: los Ibáñez.

domingo, 14 de marzo de 2010

Margarita Navarro –la exuberante–


Retrato de Margarita Navarro García. Autor: Juan Ibáñez Abad. Yecla, c/ Niño, 52, hacia 1882. Plano entero. Cabinet con marco en relieve por presión. (Archivo Vicente Ibáñez). Margarita podría tener unos 36 años en esta estampa de estética anglófila: al matrimonio Ibáñez Navarro le encanta la tendencia marcada por los duques británicos y la sociedad victoriana. La armonía entre la naturalidad y lo artificioso, entre la contención y la provocación, da lugar a esta imagen ejemplo del buen oficio de Juan y del sugerente posado de Margarita. El abanico yace abandonado sobre la columna –columna postmasónica que se repite en innumerables retratos de Niño, 52: obsérvese la entrada “Juan Ibáñez Abad y una desconocida”, donde es el fotógrafo quien se apoya en la misma–; un caracolillo ha caído sobre la frente; el gesto ambiguo de la mano, a medio camino entre el pensador y la caricia ruborizada, ya lo quisiera Carmen de Burgos; una mirada sensual, directa a cámara, y los labios entreabiertos hacen el resto. Siempre que Juan retrataba a Margarita acababan como el rosario de la aurora.

Agustín Navarro era el albéitar de Yecla. Sus aficiones: los caballos, la Naturaleza en general, la montaña en particular y el dibujo. Cuando nació su hija a finales de octubre de 1846, no lo dudó: Margarita. (Partida de bautismo. Margarita. Hija de Agustín Navarro Palao y Ana García Carpena. 30 de octubre de 1846, a la una de la noche. Calle de Santa Bárbara, 55. Nombre completo: Margarita, Purificación, Claudia, Narcisa). –¡Esta zagala nos dará nietos! –dijo a su mujer.

A finales de los 60 Juan Antonio Ibáñez estaba plenamente convencido de que su hijo Juan podía ganarse la vida como fotógrafo, pues desde muy pequeño había desarrollado un talento natural que él mismo hubiese querido. Lo mandó a retratar por los pueblos cercanos a Hellín para que se bregara y le pidió que empezara en Yecla donde tenían familia.

A Margarita le encantaban los animales, como a su padre, y desde niña lo acompañaba a las alquerías. Su cuerpo se había fortalecido en contacto con placentas, marranos, relinchos y rebuznos. Aunque provenía de familia acomodada, había visto ya muchas veces a las yeguas bufar de placer y dolor.

Juan estrenaba en Yecla una broncínea lente alemana. Se dirigió al recinto ferial para montar su pequeño decorado, pero quedó tan absorto ante el espectáculo de aquella joven que hablaba con una jaca preñada, que la jornada se le pasó sin gastar ni una sola placa. Margarita lo vio ahí plantado, con esa mirada abrasiva y aquellos artilugios desparramados. –¿Me hace usted un retrato? –le pidió ella, mientras se secaba el sudor que le caía por el cuello.

Marga y Juan se casaron en Yecla el dos de febrero de 1871. Vivieron cuatro años en Hellín con el resto de la familia Ibáñez Abad donde empezaron con esa producción de nietos que había profetizado don Agustín. En 1875 se trasladan a la casa-estudio yeclana de Niño, 52. Las crías venían a un mundo tibio y mullido. Margarita las acogía en sus inmensos pechos y las hartaba de leche y miel. Así llegaron Juan, Luis, Caridad, Saleta, Pascual, Rafael, Lola, y los gemelos Vicente y Francisca. De los nueve, cinco vivieron el tiempo suficiente para convertirse en la tercera generación de fotógrafos. Un viejo veterinario, amigo de su padre, la asistió en el parto de los gemelos. El pobre hombre venía de un corral: la septicemia acabó con la fortaleza salvaje de la madre en una semana. Con los últimos delirios febriles Margarita recuperó los bufidos de las yeguas, las crisálidas reventando los capullos, los conciertos de las ranas en primavera. Vio a su marido llorar en silencio. –Juan, cuida de los niños.

Juan desapareció dos días con sus noches. Cuentan que estuvo por el monte Arabí, vagando como un quijote desconsolado. Tuvieron que pasar cuatro años para que rehiciera su vida con Asunción. Ya anciano abría el álbum donde Margarita guardaba su olor, su voz, su calor, su exuberancia..., y palpitaba.

En la próxima entrada:

Saleta Ibáñez Navarro


3 comentarios:

  1. Los años corren,simulan que se detienen y vuelven a correr,pero siempre hay alguien que alza una antorcha que nos obliga a ver el lado íntimo de las horas.La antorcha puede ser una idea,pero también una tregua, una palabra,una quietud.Su llama nos llama sin poner condiciones. (Benedetti)

    Está visto,cuanto menos conocido el personaje más literario te sale. ¡olé!

    ResponderEliminar
  2. Preciosa la historia de Margarita.

    Enhorabuena por estas fotografias y por saberte conocedor de todas las personas que les dieron vieran.

    Un saludo de una hellinera.

    ResponderEliminar
  3. Gracias Rosario, por tus palabras y por tu sensibilidad. A ver si aparecen más fotos en Hellín!!

    Abu, antorcha o flash... Me alegra que sigas estos rostros.

    ResponderEliminar