Sobre una saga de fotógrafos: los Ibáñez.

martes, 27 de abril de 2010

Recuerdo de otro hombre bueno. José Silvestre Puig.


José Silvestre Puig con su tía María Tomás Ibáñez. Autor: Gabriel Ibáñez. Hacia 1922. Tarjeta postal.

El pasado 31 de marzo de 2010, José Silvestre Puig se alejó en su barca para siempre. Se marchó satisfecho, la cabeza bien alta hacia el horizonte, remando toda la vida a contracorriente. La impronta de su personalidad se ha grabado en todos aquellos que lo acompañaron, y todos ellos lo recordarán por la firmeza de sus principios, por su valentía y por su trato fraternal.

José Silvestre Puig nació el 19 de septiembre de 1921 en Hellín (Albacete). Vivió una infancia feliz en su pueblo hasta que estalló la Guerra Civil. Su padre, Francisco Silvestre Paredes, director de Renovación, murió durante la contienda, y su tío, el alcalde José María Silvestre Paredes, tomó el último barco que zarpó cargado de republicanos y miedo. Con sólo 17 años de edad, José decide acompañar a su tío para cuidar de él. Embarca también en el Stanbrook y llega a Orán. A pesar de que José deseaba alistarse en la Legión Extranjera como otros jóvenes hellineros que habían huido en el mismo barco, se muestra solidario y sigue a su tío en la locura de la repatriación. Con sólo 17 años es juzgado por “Auxilio a la rebelión” y condenado a la pena capital, pena que acaba conmutándose por la de libertad vigilada. Con 17 años se despide de su admirado tío en el patio de la cárcel horas antes de que lo fusilaran. Cuando José sale de la cárcel, se marcha de Hellín para siempre. Únicamente regresa al cementerio cada año para poner flores en la tumba de su tío. Mucho tiempo después, el 6 de junio de 1989, reuniría fuerzas y unas palabras para publicar en La Tribuna de Albacete una semblanza sobre su añorado tío, cuyo título era “Recuerdo de un hombre bueno”.

Con sus hermanas Rosario, Antonia, y con su madre Elena, resistió en el duro escenario que el Madrid de posguerra proporcionaba a los “perdedores” de la guerra. Desempeñó todo tipo de trabajos hasta que, siguiendo los pasos de su tío, empezó a trabajar en el mundo jurídico. Gracias a su constancia pudo mejorar su situación y crear una familia junto a Eulalia. Sus dos hijos, Francisco y José, y sus nietos, han heredado un apellido que algunos intentaron exterminar y unas cualidades personales que toda una vida honoran.

Ana y yo tuvimos la inmensa fortuna de conocerlo sólo un mes antes de que se marchara. Un par de conversaciones telefónicas y un par de citas en su casa de Madrid bastaron para percibir con toda intensidad a un hombre bueno, a otro hombre bueno, un hombre hospitalario que no guardaba rencor, pero sí memoria, una memoria lúcida que rescató para nosotros con total desinterés sus experiencias en el Hellín de la Guerra Civil, su aventura en el Stanbrook y en Orán, y los trágicos avatares durante la repatriación, una memoria histórica, una memoria que sobrevivió para servir de ejemplo. Nos contó cientos de anécdotas y hasta travesuras, como sus divertidos paseos en una barquita por el puerto de Orán “bajo una total impunidad” y ausencia de vigilancia por parte de las autoridades francesas.

Este 23 de abril, día del libro, he querido releer uno que él me prestó y que aún conservo. Se trata de una biografía política de Rodolfo Llopis, el artífice de la odisea Stanbrook, cuajada de anotaciones manuscritas a lápiz y fragmentos subrayados. La primera palabra que José Silvestre Puig subrayó aparece en la página 51: solidaridad. Este precioso vocablo se cita en un artículo del programa pedagógico de la República: La enseñanza será laica, hará del trabajo el eje de su actividad metodológica y se inspirará en ideales de solidaridad humana.

José Silvestre Puig. Retrato al óleo. Hacia 1975.

Primavera norteafricana, un pequeño bote se desliza por la rada de Orán, un muchacho rema solitario, la cabeza bien alta hacia el horizonte, y contra cualquier pronóstico razonable, sonríe. Así recuerdo yo a José Silvestre Puig.

sábado, 17 de abril de 2010

Detectives salvajes y 3


Se trata de un conocido autorretrato de Juan Ibáñez Abad en su estudio de Yecla. La copia del original es actual. Publio López Mondéjar dice de esta imagen: En este excelente autorretrato, vemos a Juan Ibáñez Abad trabajando en la intimidad de su estudio. Hacia 1910. (La huella de la mirada, p. 72). Yo la fecharía después. Juan murió en 1932 a los 86 años. Si aceptamos que aparenta 75-80, podríamos llevar el retrato hasta 1922-30. Lo primero que llama la atención es la tonalidad del cabello, la abundante barba blanca, centro de la composición, en contraste con la oscuridad del fondo perdido. El juego de luces y sombras recuerda a algunos cuadros clásicos. Hay una textura especial: marcas del tiempo en el rostro y en la madera de la tosca mesa, el tiempo, la cuchilla que corta sin descanso. Creo que Juan nos transmite su concepción de la fotografía como arte y oficio. Tras las candelas, los posados y las lentejuelas, se esconde una labor minuciosa, paciente, solitaria, artesanal, de manos firmes y delicadas, de mirada atenta y gafas de aro, de planchas y batas y lamparones. Algo así como miren ustedes lo que hago de verdad, no sólo descubro el objetivo durante un segundo y ya está, no, yo me paso días enteros encerrado en el estudio para moldear ese segundo capturado, para crear una suerte de belleza que les mueva a ustedes el ánimo del corazón. Podría ser. La verdad es que pocos fotógrafos elegirían esta faceta para un autorretrato, pero Juan ya se encuentra por encima del exhibicionismo juvenil. Comparen a este Juan con aquel que se retrataba sesenta años antes para declararse a Margarita Navarro. Se nota un cambio de actitud, la cuchilla que todo corta y retoca. Estoy seguro de que a pesar de mostrarse tan absorto, aún palpitaba por ella, ¿no lo ven? (Colección José Puche Forte).


Miércoles, 31 de marzo. Yecla.

Hotel Avenida. 09:30 h.

Juan Antonio Ibáñez Martínez (padre del barbudo de la imagen anterior) nació aquí en 1819, hace casi dos siglos. Fue el primer fotógrafo de la saga. También era repostero, carpintero y lutier. Me asomo a la ventana de mi habitación. Un patio decrépito, lleno de muebles arrumbados. Entre ellos un piano.


Vistas desde el Hotel Avenida de Yecla: ¿un piano desafinado para los Ibáñez? (Foto: Ana Santos Payán).

Hoy nuestro guía salvaje de Yecla será Antonio Conejero Ibáñez. A los quince días de crear este blog, Antonio fue la primera persona en ponerse en contacto con nosotros. Éste fue su mensaje: “Hola, te envío este correo para decirte que si quieres saber algo de los IBÁÑEZ FOTÓGRAFOS y conseguir algunas fotos, puedes pasarte por esta dirección: […], ya que en dicho lugar las personas que viven son familiares directos de ellos, seguro que te podrán contar muchas historias que aún no sabes. Saludos.”

10:00 h.

Almuerzo típico. Torta frita con azúcar. Me chupo los dedos.

11:00 h.

Cita con el historiador local José Puche Forte.

Nos atiende con exquisita amabilidad, fotografiamos una buena cantidad de imágenes firmadas por los Ibáñez, por Juan y por sus hijos Luis y Pascual. Un hallazgo que confirma nuestras sospechas: hay instantáneas de niños muertos..., formarán parte de esa historia que me gustaría contar. Registramos también la primera colección de postales de Yecla, unas veinte imágenes de la primera década del siglo XX tomadas por Juan Ibáñez y por su hijo Pascual. Por último, el cronista yeclano nos facilita un artículo de tres páginas escrito en 1995, La estirpe de los Ibáñez. Nos alegra leer una cita sobre Anastasio, confirma que se estableció en Villena. ¿No es emocionante llegar al mismo destino por caminos tan diferentes? Sólo haremos una insignificante enmienda al señor Puche Forte: María Jesús y Estrella no son hijas de Juan Antonio Ibáñez Martínez y Francisca Abad como indica en dicho artículo; en realidad son sus nietas, ya que son dos de las hijas de Alejandro Ibáñez Abad, aquel fotógrafo que sobrevolaba Hellín en globo. La mayoría de las fotos que conserva José Puche son copias actuales, pero también guarda algunos originales en sus gruesos cartones. Nos cuenta que la mayoría se los regaló un cartonero de Yecla que los había encontrado en la basura y que hacía poco que este cartonero se había mudado a Villena. Como Anastasio, pienso, a Villena, huyendo de la basura. Miro alternativamente a José Puche y el retrato de Juan Ibáñez Abad, una sensación extraña recorre mi cuerpo.

13:00 h.

Cita con María Martínez del Portal.

Profesora de Literatura, investigadora, estudiosa de la obra de su tío abuelo José Martínez Ruiz, Azorín, vive en una casa solariega decorada con gusto y austeridad. Hay una especie de sintaxis impresionista. Camina apoyada en una muleta. Exhala una fina cordialidad y un trato cercano. Atiende con interés a la descripción de nuestra investigación, mientras un retrato del autor de Antonio Azorín nos vigila desde una mesita próxima. Abre mucho los ojos y alza un puño, cuando le explico que las mujeres fotógrafas de aquella época deben resurgir. Añado que probablemente Azorín fue fotografiado en Yecla por Juan Ibáñez o por sus hijos. Nos pide que descolguemos un par de retratos que adornan la estancia. Los fotografiamos. Luego desaparece parsimoniosa con su muleta para buscarnos algo más. Mientras, me acuerdo de la barba valleinclanesca de Juan Ibáñez y José Puche, y me parece que hoy es un día bastante noventayochesco. Recuerdo también aquel cuaderno de notas de José María Silvestre plagado de citas de Azorín, sobre todo de El político (1908), esos 47 consejos que casi nadie contempló. Recuerdo el entusiasmo juvenil de una generación que desembocó en náusea de vértigo y sangre. Recuerdo la ilusión del grupo de “Los Tres” y me sobrecoge constatar que somos tres los detectives salvajes. Pienso que Catalina es quizás como Cesárea Tinajero, pero que también podría serlo María Martínez del Portal, que ya regresa con su muleta y con un antiquísimo álbum lacrado bajo el brazo. En sus páginas van apareciendo fotos de Juan Ibáñez Abad, lógico, media Yecla debe de tener fotos suyas, pero también salta alguna que otra carte-de-visite con el inconfundible tampón de su padre, Juan Antonio, y la indicación explícita de Hellín. María no se explica cómo han llegado a su poder, pues no recuerda tener familia en Hellín.

¿Quieres ser una detective salvaje? –le pregunto.

Completamente –contesta ella.


Los hermanos Yago Ortega con su madre. Autor: Juan Ibáñez Abad. Yecla, 1898. Blasa Ortega Puche, en el centro de la imagen, es la abuela de María Martínez del Portal; y la niña más pequeña, Joaquina, sentada en sus rodillas, es su madre. Todos visten de luto por la muerte reciente de una hija de Blasa. De izquierda a derecha: Roque, Lola (arriba), Juan (abajo), Blasa con Joaquina, Concha y Pepa. Nos cuenta María con una sonrisa que Joaquina lleva puesto un traje de su hermano. Disculpen los reflejos del cristal. (Archivo María Martínez del Portal).

Antes de marcharnos nos hace un obsequio más, una edición de Las confesiones que lleva un prólogo suyo (Biblioteca Nueva, 2005).

15:00 h.

Comida preparada por Teresa Ibáñez.

Gazpacho manchego. Tiramisú casero. Vino de Yecla. Me chupo los dedos.

Otra despedida. Teresa, Maite, Piluca, hasta pronto.

Ya somos todos rostros en el tiempo.

17:00 h.

Visita al Castillo de Yecla. Panorámica impresionante del altiplano.

18:00 h. Bus Alsa Yecla-Hellín.

En la estación milagrosa nos despedimos de Juan Luis y de Antonio. Cualquier palabra que escriba para agradecer a la familia de Teresa Ibáñez Losada su cariño no conseguirá estar a la altura de las circunstancias, así que mejor desisto de buscar más sinónimos grandilocuentes en mi cerebro y me quedo con esta sensación de deuda infinita que me empujará hasta los límites del desierto. En el trayecto leo algunos fragmentos del libro que nos ha regalado María. Éste es el pasaje en que Azorín describe a su bisabuelo: Una vez, allá en la primera mitad del siglo XIX, pasó por Yecla un pintor y retrató a mi bisabuelo paterno. No hemos podido averiguar quién era ese pintor; pero su obra es un lienzo extraño que ha cautivado a Pío Baroja, el gran admirador de El Greco. (Las confesiones de un pequeño filósofo, XXVIII). Me pregunto si aquel retratista tuvo algo que ver con Juan Antonio Ibáñez. Afuera florecen los almendros y acecha un azor.

20: 00 h.

Hotel Reina Victoria. Hellín.

Tenemos poco más de doce horas para disfrutar de un Hellín hundido en la celebración de la luna llena a golpe chamánico de tambor. Mientras discurre lenta la procesión desde la Iglesia de la Asunción, miles de tamborileros se aman desde la plaza de Martínez Parras, por toda la calle Sol, hasta inundar el Rabal. Huele a cerveza y orín, a beso y tabaco, a sudor y secreto. Serpenteamos por Sol y entre la marabunta nos cruzamos con Gabriel, el cancerbero del cementerio, eh, eh, ¿os acordáis de mí? Y un poco más arriba con Pepe, el recepcionista, que nos ofrece su bota de whisky. Y al final del Rabal, cerca del Museo y del Cautivo, nos encontramos a Alexis, el archivero, ¿pero habéis venido al final? Conseguimos cerveza en el tinglado de una peña y nos mezclamos en la creciente de túnicas negras y decibelios. Hay quien se derrumba extenuado como el soldado de Marathon, pero predomina un contagioso entusiasmo por la vida. Por fin, nos topamos con Luis, apodado el Braguillas, aunque lleva en realidad una caperuza anudada al cuello como es de rigor. Luis se queda estupefacto al vernos. Nos lleva inmediatamente a casa de Lola Morales, la memoria viva de Hellín. Esta señora de casi un siglo de vida parece una niña sacada de El Mago de Oz; ella prefiere recitarnos de memoria el texto completo de El hada caperucita. Nos permite fotografiar los retratos que cuelgan por las paredes de su casa. Cuando resumo lo que se conoce hasta la fecha sobre los Ibáñez y nombro a Catalina, Lola Morales da un respingo.

Catalina vivía en esta casa –dice tan campante. –Mi abuelo se ocupó de criar a los dos huérfanos que dejó.

No salgo de mi asombro: no dejo de pensar en que si no llegamos a visitar esta tamborada nocturna, no habríamos encontrado a Catalina, ni habríamos escuchado las historias que Lolita Morales conoce y que ponen los pelos de punta. Decido guardarlas en mi cuaderno para la entrada correspondiente a Catalina y para esa historia que me gustaría contar.

23:50 h.

Cena en el Reina Victoria.

Los tamborileros ancianos más borrachos olvidan sus carteras y sus móviles, la pobre camarera sale tras ellos para devolverles estos objetos que ellos recuperan sin mucha felicidad. En el comedor del hotel está Mariano Andújar, con su mirada azul, su túnica negra y su tambor. Compartimos unos vinos y charlamos sobre nuestros avances.

Durante la misma noche nos hemos encontrado con Gabriel, Pepe, Alexis, Luis, y Mariano, todos de negro, deseando vivir felices bajo la luna llena de la primavera. Y esta recolección no es mero artificio literario, sino que tal vez ocurrió porque todos los rostros tienden a mostrarse en el tiempo.


Gabriel, el cancerbero, eh, eh, ¿os acordáis de mí? (Foto: Ana Santos Payán).


Pepe, el recepcionista que ofrece su bota de whisky. (Foto: Ana Santos Payán).


Alexis, el archivero, sonríe ante el amigo que le muestra el poder de la Fuerza. (Foto: Ana Santos Payán).


Luis, el Braguillas, posa como nadie bajo su luna y su caperuza. (Foto: Ana Santos Payán).


Jueves, 1 de abril. Regreso a casa.

Material recopilado:

200 fotografías antiguas de los Ibáñez.

Dos volúmenes de prensa histórica de Hellín.

Varios artículos especializados.

Un libro de Azorín.

Un puñado de amigos.


domingo, 11 de abril de 2010

Detectives salvajes 2



La Generación del 27. Alejandro Tomás Ibáñez en su academia de la calle Sagasta con sus alumnos. Autor: Gabriel Ibáñez, su tío. 1927. Foto de grupo. La cenefa marrón oscuro es un toque distintivo del paspartú más utilizado por Gabriel Ibáñez. (FAM. Museo Comarcal. Ayuntamiento de Hellín).

Martes, 30 de marzo.

10:00 h. Museo Comarcal de Hellín otra vez.

Entrevista con su director: Francisco Javier López Precioso.

¿En este pueblo todo el mundo tiene azul la mirada?

Javier escucha con paciencia el estado de nuestras indagaciones sobre la saga Ibáñez. Luego hablamos sobre arqueología, se nota que es buen especialista en la materia. Le comentamos lo mucho que nos atrae la historia de sus antepasados, los Artemio Precioso: relata algunas anécdotas que nos abren los ojos. –Desde luego, parecen dos hellineros de novela –decimos. –De película –contesta él.

Javier nos guía a la segunda planta del museo donde nos presenta al archivero, Alexis Armengol. En una pequeña sala se guardan las fotos que vamos buscando. Alexis abre dos cajas con las signaturas FAM-03 y FAM-12. (Las siglas significan “Fondo Antonio Moreno”). Mientras seleccionamos y fotografiamos, Alexis habla de su afición por los cámaras antiguas. Es un lujo para este archivo contar con un historiador del arte que vele por él. Nuestra tarjeta de memoria sigue engordando, ya disponemos de los dos fondos de fotografía antigua cedidos al Museo: Rafael Lencina y Antonio Moreno. Tanta generosidad hace a los detectives salvajes.

Cuando nos despedimos de Javier y de Alexis, pregunto por alguna tienda de Hellín donde vendan misterio, imágenes antiguas. Sin dudarlo, Alexis nos indica el comercio de Luis Braguillas junto al Jardín del Tamborilero, en la calle Alejandro Tomás. Regresa de repente la imagen que acabamos de ver: Alejandro Tomás en su academia, en 1927. El autor, su tío Gabriel Ibáñez, el anunciado protagonista de la próxima entrada. Y como aún queda un rato para que salga el bus de Yecla donde proseguiremos nuestra investigación salvaje, vamos a conocer los misterios de Luis.

Su establecimiento parece un cofre antiguo de sorpresas. Las paredes rezuman cifras y nombres, grafitis de amor y de odio. Cuelgan imágenes religiosas y paganas, lámparas y marcos, puñales y globos, cirios y tambores. Luis decora, enmarca, conserva, restaura, regala, sobre todo, regala. Es tan espléndido que hace a los detectives salvajes, porque al decirle a qué venimos y quiénes somos, nos entrega una foto hecha por Alejandro Ibáñez Abad. –Para vosotros–. Y presume de sus tesoros y nos sugiere que visitemos a la memoria viva de Hellín que se llama Lolita Morales y que vive cerca del Rosario, que está antes de la calle del Beso. Y emplea un vocabulario que yo tenía oculto en lo oscuro del abismo, allá donde respiran Catalina y Anastasio, expresiones como zurrir o ¡alumbra! que tienen esa fragancia de bizcochos y pastas y rollos recién hechos.

Nos despedimos apresuradamente, intercambiamos teléfonos, quizás volvamos algún día a este bazar con duendes escondidos tras los muebles y vírgenes operadas.


(Foto: Ana Santos Payán).

15:30 h.

Cafetería La Cibeles. Plaza de Santa Ana.

Nos sentamos en la terraza al sol de un día radiante, en una plaza desierta, tranquila. Quedamos aletargados hasta que el camarero empieza a servirnos sus delicias culinarias. Empanadillas. Patatas con boquerones. Guindillas gigantes. Bocata tamaño familiar. Coca-cola.

Ustedes no son de aquí, ¿verdad?

Hemos venido a buscar a Anastasio, el fotógrafo sin rostro, y a su hermana Catalina.

¡Qué interesante! –contesta otra camarera con una sonrisa.

A La Cibeles volveremos, pienso, y pediremos guindillas.

17:00 h.

Bus Alsa Hellín-Yecla.

18:30 h. Yecla.

Queríamos conocer en persona a la gentil Teresa Ibáñez Losada, única descendiente directa en Yecla de Juan Ibáñez Abad (hermano mayor de Catalina, Alejandro y Anastasio). Ella y sus hijos, los Conejero Ibáñez, nos reciben con abrazos. Son Juan Luis, Antonio, Maite y Piluca: nos abren las puertas de su casa y de su corazón. Tanta generosidad hace a los detectives aún más salvajes.

Teresa es una mujer fuerte, dura como su tierra, sincera, muy guapa. Entorna los ojos cuando suelta alguna maldad. Parece una de esas personas capaces de partirse la cara sin dudar por aquellos a quienes quiere, por los suyos. Pienso que Azorín le podría haber dedicado un capítulo de La voluntad o de Las confesiones de un pequeño filósofo, y tal vez se hubiera enamorado de ella si llega a verla en bañador en la playa, pero, claro, cuando ella marchó de viaje de novios a Gandía, don José ya tenía sus ochenta cumplidos, seguro. Teresa me saca de mis cavilaciones y hasta me sobresalta cuando de repente me pregunta:

¿Sabes qué escritor se enamoró de mí y me dedicó un poema?

?!

Espronceda –me dice con una sonrisa maliciosa. –Un canto entero para mí.

Y me recita algunos versos de carrerilla, y añade algo más de Gabriel y Galán, y de Campoamor y de Bécquer. Y yo, mientras, miro la foto de la playa en la que ella y su marido se besan apasionadamente, y observo que a ella se le cae un hilillo de risa porque se nota que están de broma con unos amigos.


Teresa Ibáñez Losada, biznieta de Juan Ibáñez Abad, fotografiada por Vicente Ibáñez Gámez en su estudio de Madrid, en la Gran Vía. Septiembre de 1960.

Otra docena de fotos de los Ibáñez a la tarjeta, además aquí conocemos la historia de la mayoría de los retratados. La charla y los recuerdos se alargan hasta después de la media noche. Mi cuaderno rebosa.

Nos vamos al hotel, hasta mañana.


lunes, 5 de abril de 2010

Detectives salvajes 1


Retrato de dama desconocida. Autores: Juan Antonio Ibáñez e hija. Carte-de-visite. Dorso: J. Ibáñez e hija. Fotógrafos. Cerca de 1875. Plano en tres cuartos. Fondo perdido. (Colección Lencina Ruiz. Fondo del Museo Comarcal. Ayuntamiento de Hellín). Aunque se publicó en El ojo del tiempo, p. 17, con el pie Retrato de señora con abanico, nuestra imagen está tomada del original. A pesar de la pretendida solemnidad del oscuro vestido y de la gargantilla crucificada, el abanico blanco sobre el regazo crea una nota de distorsión. El juego me recuerda a una conocida imagen de Chema Madoz.


Aplazamos la entrada sobre Gabriel Ibáñez, el fotico, para contar lo que dio de sí nuestro viaje a los Campos de Hellín y al Altiplano de Yecla-Jumilla. Nos proponíamos buscar alguna pista sobre los dos hijos más olvidados de Juan Antonio Ibáñez Martínez: Anastasio, el fotógrafo sin rostro, y Catalina, nuestra Cesárea Tinajero.


Domingo, 28 de marzo de 2010.

Hellín. 19:00 h.

Nos dirigimos al conocido hotel ubicado en la calle de Federico Coullaut Valera, pero antes de entrar quedamos como dos pasmarotes con la maleta y la mochila (cámara, portátil, cuadernos) todo al hombro, frente al asilo que da a López del Oro. Hay un racimo de monjas asomadas a las ventanas. Admiran el traslado de un paso. Por cada anciana, cinco religiosas. Carmen Espinosa rodeada.

Hotel Reina Victoria.

El rótulo de la entrada tiene un aire de viejo western, pero la estética del interior sorprende por su divertido eclecticismo mezcla de lujo decadentista, estética victoriana y detalles castizos. Las conversaciones de los desayunos no tienen desperdicio. Resulta un lugar muy agradable para escribir. Hay un camarero desdentado que comienza su turno sin haber dormido..., toda la noche tocando el tambor, quizás por eso hace el mejor café de la comarca, le pone mucha pasión. Qué placer despertarse con la fragancia de bizcochos, pastas y rollos recién hechos que pueblan la barra. Pepe, uno de los recepcionistas, pasa por ser un hombre afable y meticuloso. Todas las mañanas a las nueve en punto toma un vaso de leche caliente. El miércoles por la noche lo encontraremos en la calle Sol con su tambor. Nos ofrecerá su bota y por un momento pensaremos en la leche de las nueve, pero gritamos aleluya al tragar una bocanada de fuego, de whisky puro y duro.


Lunes, 29 de marzo. Hellín.

Archivo Municipal. 09:30 h.

Beatriz, nuestro oráculo, está enfrascada en la digitalización de unos documentos del siglo XVII. Le detallo nuestros adelantos y termino planteando mis dudas y temores, Anastasio, Catalina... Tomo apuntes mientras ella recita sus profecías. Le digo que según las partidas parroquiales el cólera de 1885 hizo estragos en la familia. Enseguida me proporciona el Repartimiento para atender a los gastos que puedan ocurrir con motivo de la invasión del cólera de 1885, pero no encontramos mucho, así que rastreamos los padrones.

Si Alejandro Ibáñez Abad vivía en Osarios (actual Miguel Silvela), sus hermanos no podían andar muy lejos. ¡Bingo!


Padrón 1890.

c/ Eras, 22.

Anastasio Ibáñez, 32 años, fotógrafo.

Filomena Romero, 31 años, su sexo. (¿Prefieren esta fórmula o “sus labores”?)

Alfredo, hijo, 5 años.

Concepción, hija, 1 año.


El fotógrafo sin rostro se aparta un poco más de las tinieblas. El hermano menor de Juan y de Alejandro, el de la prole diezmada y la memoria castigada, lucha por regresar. Mientras reivindicamos su nombre para futuras historias de la fotografía, esperamos a que su gesto se revele definitivamente con la llegada de algún autorretrato hecho en Hellín o tal vez en Almansa o en Villena. En cuanto a Catalina, de momento, nada.

Sesenta años después de confeccionarse este padrón de 1890, en la misma calle de Eras hay una academia en la que estudia para bachiller Rafael Lencina. Mientras sus compañeros de 4º, Gomariz, Padrino, la Milagros y la Chus, recitan la lista de los reyes godos, él sueña con manejar la cámara del fotógrafo local Luis Redondo. Hoy, otros sesenta años más tarde, el Museo Comarcal de Hellín conserva parte de la colección de fotografía antigua de Rafael Lencina, entre la que se hallan algunas piezas de los Ibáñez publicadas en El ojo del tiempo (fotografía antigua de Hellín), catálogo editado por el Ayuntamiento de Hellín en 1998 y que está agotado según nos dicen. Llamo a la almazara de Rafael Lencina para agradecerle que nos permitiera fotografiar su colección. –No faltaba más –dice. El Museo Comarcal está en una paralela del callejón del Cautivo, donde vivió José María Silvestre, donde estuvo la redacción del mítico semanario Renovación, donde vivió también la comadrona de Hellín, la pícara Rafaela, y donde residía asimismo la familia Juárez. De fondo la cantinela de los reyes godos, pero Rafael está pensando en Aurelia Juárez y en las fotos que quiere hacerle y que algún día donará al Museo.

Ya tenemos en la tarjeta de memoria diez imágenes, formato carte-de-visite con el sencillo tampón entintado de Juan Antonio Ibáñez Martínez. Pero hay uno diferente: “Juan Ibáñez e hija, fotógrafos”.

Posiblemente esa hija sea nuestra ansiada Catalina. Su historia deriva de la información de las partidas, está relacionada con aquella invasión de cólera de 1885 que le comenté a la maga Beatriz, pero la guardamos para la entrada correspondiente, para cuando dispongamos de más información sobre esta mujer, tal vez fotógrafa con su padre.

15:00 h.

Calle Macanaz. Comida turca y pizzería.

Comemos un dorum gigante de ternera que nos deja satisfechos. Coca-cola. Patatas adobadas. Preguntamos por dónde se va al cementerio. –Ustedes no son de aquí, ¿verdad?

Subimos por la calle Libertad. A la derecha queda el barrio del Pino, como un oasis. De una furgoneta salta una chica con un tambor que brilla bajo el sol. Por el camino del cementerio pasea una familia gitana con dos chiquillos desnudos cintura arriba. Uno de ellos va sobre un poni gordo del que tira su padre. Antes de llegar a la puerta se meten en el olivar.

16:30 h.

Buscamos la tumba de María Tomás Ibáñez y José María Silvestre Paredes. –Siempre tiene flores –comenta Gabriel, el cancerbero.

Un niño aprende a montar en bicicleta entre los nichos. Juro que no es un verso surrealista.


(Foto: Ana Santos Payán).

18:30 h.

Redacción de El faro.

Entrevista con su director: Mariano Andújar.

Mariano es un hombre noble de mirada azul. Su dominio de la historia local se sustenta en la magnífica hemeroteca que ha ido recopilando con paciencia durante toda su vida. Conserva periódicos de 1890, de cuando Anastasio vivía en la calle Eras. Hablamos largo y tendido sobre los Ibáñez, sobre Silvestre... –Todo lo que veis está a vuestra disposición –nos dice abrumándonos con su desprendimiento. Hacemos fotos de un precioso álbum en piel roja de las calles de Hellín. Su autor: Antonio Guerrero Coy, la fecha 1893. Una joya. Leemos con fruición los pulcros ejemplares de Renovación, periódico dirigido por Francisco Silvestre Paredes, hermano de José María Silvestre. –Llévatelos, ya me los devolverás.

Casi tres horas después, nos despedimos. Mi cuaderno está lleno de garabatos, la tarjeta de fotografías, y la mochila de renovación y generosidad. Cuando bajamos por la escalera, Mariano nos alcanza. –Se me olvidaba, un regalo para vosotros–. Nos da un ejemplar de El ojo del tiempo (fotografía antigua de Hellín), catálogo editado por el Ayuntamiento en 1998 y que está agotado según nos dijeron.